Llegué con prisa. Aventé mis cosas en la cama de una habitación obscura y
climatizada. Los resortes rechinaron con el peso de la maleta, pero no los
escuché porque ya estaba cerrando la puerta para salir a La Habana Vieja. Fui a
la calle Obispo y empecé a recordar como era siete años atrás, cuando conocí la
isla por primera vez, cuando las dos monedas –El peso cubano y el cubano
convertible– aún estaban muy lejos la una de la otra, separando el mundo del
turismo del mundo de los habaneros de a pie.
Ahora la distancia sigue siendo grande,
pero me parece que ha disminuido en mis recuerdos. Esquivo a la gente, me
detengo por un filete de puerco y cruzo la Plaza de Armas hasta el malecón, esa
entrada uterina entre el estrecho de Florida y la bahía de La Habana. El ritmo
de la ciudad se calma y el mío con él. Es el inicio de quince días en la más
grande de las Antillas mayores.
El síndrome de la isla me da la
bienvenida, se me angostan los límites y me encuentro con agua si tan solo me
agito o si salgo corriendo. No se donde acaba mi tierra y empieza mi agua,
donde está mi arena y cómo la moldean las olas. Aunque sé que tengo el
síndrome, debo comportarme. Viajo con un grupo de 13 personas y tengo que
aparentar normalidad.
Para entonces ya es el tercer día en Cuba.
Hemos dejado La Habana en una camioneta hermosa, tal vez es noventera, nuestra
pequeña multitud se acomoda –Ariel, nuestro conductor; detrás, filas de dos
personas, un pasillo y un asiento más–, y los que venimos al final en un
asiento corrido disfrutamos el aire, temerosos de que en un enfrenón se nos
vengan el equipaje encima. Esas maletas se tambalean al fondo de la van,
guardando lo más preciado de nuestra extranjería, nuestras pertenencias de
ultramar.
La camioneta se detiene y bajamos en el
mirador de Bacunayagua, para observar por un momento el valle de Yumurí y el
futuro de nuestro viaje: Matanzas.
La ruptura con la norma fue helada,
deliciosamente fresca. En la calle Santa Teresa, en el barrio de la Marina,
en la casa de Yanira Marimón –una de las escritoras a las que tenemos que
traducir– me agito y me empapo, me aviento a un manantial y se me olvida de
dónde vengo. Por los siguientes días seré de ahí, sí me preguntan diré que
vengo del Pon Pon, un ojo de agua que está a unas cuadras de ese manantial,
solo para despistar. Si se me ponen serios diré la verdad, que soy de México,
pero que vengo de Houston, que estoy en el Hostal Alma a un paso de la plaza de
la libertad, que venimos a traducir.
El grupo entero estamos aquí siguiendo un
pacto de complicad con la escritora matancera Mabel Cuesta, que nos abre las
puertas a la Atenas de Cuba, su única posible casa. No sé si soy yo pero creo
que también otras del grupo están haciendo aguas, Matanzas se nos mete por sus
ríos, el San Juan y el Yumurí, por la mirada, por sus escritoras, sus editores,
sus traductores; por sus peñas, su música, el calor y la humedad que nos
regresa el sudor, esa agua bailada.
Estamos aquí para traducir cuentos de los
escritores matanceros contemporáneos, pasamos días y días frente a palabras
clave, frente a relatos ficticios o anclados a esta geografía caribeña.
Buscamos la palabra adecuada para serle fiel a Cuba en otro idioma.
Esa búsqueda nos lleva a la editorial
Matanzas, a la editorial Vigía, al Museo de Artes, a la Ermita de Montserrat,
al castillo de San Severino, a un rancho en San Juan y hasta las cuevas de
Bellamar, pero las palabras se nos siguen escapando, porque aprendemos nuevos y
mejores tonos y frases de Elizabeth y Héctor, Adrián y Alejandro, de Dali,
Lorena y Jean, Guillermo, Luis Enrique, Leo, Brian Pablo, Cecilia...
la juventud efervescente que agita a la ciudad y a nosotros, y cae la noche y
seguimos buscando las palabras adecuadas.
Traducir las mañanas en las noches, y los
días en las semanas. Creo que traducir es darle continuidad y tiempo nuevo a un
texto en otro idioma. Con mi compañera Fabiola estamos trabajando en dos
cuentos, y me da la sensación que entre una frase y su traducción al inglés se
trata de establecer una relación y tensarla, hacer ver el espacio que hay entre
un idioma y otro. Ese espacio en el que se entremete la cultura. Ese espacio en
el que se degrada la luz del día.
El sol se esfuma lento en las colinas y de
cara a la bahía. Caminamos desde la Plaza de la Vigía, donde Matanzas nació a
finales del siglo XVII, hacia el otro lado del Río San Juan, hasta llegar a la
casa templo dedicada a San Lázaro, Babalú-Ayé. Comienza el tan tan de los
tambores en nombre de ese Orisha que nos marca los pasos hacia la fiesta, soy
otro perro callejero siguiendo su camino, podría ser un miércoles o un viernes,
y todos bailamos intentando acompasarnos al ritual. En muestra de respeto, y
esperando que me ayude a hacer una mejor traducción, le doy lo más valioso que
llevo: una estampita de Emiliano Zapata, un indígena náhuatl revolucionario que
defendió la tierra en México a principios del siglo XX.
Al salir tenemos mucha energía, le hemos
dado todo a esta ciudad que no deja de abrazarnos y de ofrecerse en su riqueza.
Antes de seguir bailando quiero detenerme en el parque a un lado de la catedral
para pedir consejo a José Jacinto Milanés, ¿Quién mejor que él, el gran poeta
romántico de la ciudad, para ayudarme a traducir las historias matanceras?
¿Cómo responderle a la realidad con el mismo absurdo delirio con el que nos
ataca?, diría el narrador Derbys Domínguez a quién también estamos
traduciendo.
Reggaetón y salsa, vueltas y movimientos
pélvicos, ron y cerveza, caderas y talones arriba. El diseño en la ropa entallada,
los cortes de cabello y los bits… la noche es pura vida en la Plaza del Mercado,
se respira rápido y de cerca, nos falla un paso y estallamos de la risa,
jalamos aire y tabaco mientras vemos bailar a quienes lo hacen mil veces mejor
que nosotros, hay una sensualidad evanescente, el compromiso solo está en los
pasos, la excitación en el instante.
Alrededor pareciera estar todo Matanzas,
la noche es un patio de recreo, familias enteras, piquetes de amigos y amigas,
jovencitos y mayores, puestos ambulantes con cocteles, comida o dulces, al
centro el baile y en las orillas, en cada jardinera, están quienes prefieren
sentarse para aprovechar estás plazas públicas en donde hay internet.
Cerca del escenario, en el que un DJ va
mezclando lo mejor del reggaetón y una enorme pantalla detrás suyo va tirando
coreografías videocliperas, la gente se hace hacia los lados, y resplandecen
dos niñas pequeñas, quizás 8 y 10 años, bailando con cada músculo libre e
independiente, una simetría de manos, antebrazos, brazos, espalda, piernas y
rodillas. Varios nos quedamos boquiabiertos, pero al parecer en este punto del
mapa es muy normal moverse genial desde que uno es pequeño, y que viva
la música.
Cuando las bocinas se apagan nos
encaminamos a la plaza de la libertad para beber un último ron a los pies de José
Martí, comprado en la casa de Lola, una vendedora clandestina especializada en
los seres de la noche.
Luego de ver el fondo de la botella, a
esas horas de la madrugada, me voy al puente sobre el río Yumurí buscando el
agua y pensando en la traducción, cómo hacer que las letras en inglés sigan
sonando cubanas. Son las 4 de la mañana y para no ir solo despierto a Sara que
empijamada me acompaña. Vamos a esa hora porque nos han dicho que antes del
amanecer se junta una bruma tan densa que no es posible ver hacia ningún lado,
que se entra como a un sueño donde no hay riberas, ni puente, ni río, ni cielo,
tampoco noche o amanecer. Queremos ser agua condensada, pero una nube de
mosquitos nos ataca y salimos corriendo.
Días atrás en el mismo puente fui a leer a
Roque Dalton, en espera de conectar mejor con la historia de Luis Marimón, el
padre de la escritora Yanira Marimón, que es arrestado por tener en el bolsillo
unos dólares americanos, dinero del enemigo. Ese mismo día, por la tarde,
compré tres historias de Ray Bradbury, para acercarme a una traducción cubana
de ciencia ficción y entender mejor el cuento de Raúl Piad, una noche de
trabajo de unos mafiosos cubanos en un futuro cyberpunk. Los días en Matanzas, en Cuba, se acaban sin lograr
traducir la isla.
Tal vez no se puede traducir esta ciudad y
a sus sorprendentes escritores, tal vez tampoco se puede traducir los días
vividos en un relato, pero se puede dar cuenta de que se intentó. No me quiero
ir, pero el tiempo se agota, la presentación de las traducciones será pronto,
esta tarde, pero desvío mi camino una vez más hacia el manantial.
Es una barda común y corriente en el
barrio de la Marina la que resguarda ese lugar. En otros tiempos eran unos
baños curativos que le pertenecían a americanos, luego de la revolución el
lugar fue expropiado y se cayó a pedazos, y en el terreno la familia Marimón
construyó su casa. Entro acalorado saludando a Miriam, la madre de Yanira.
Vienen también Luis y Sara, dejamos nuestras mochilas y camisetas en la barda y
nos arrojamos en el agua viva, a ver si entre peces resolvemos las
palabras.
El grupo de estudiantes de la Universidad de Houston nos hicimos amigos de
los escritores y escritoras que traducíamos y en especial del equipo de
diseñadores y editores de Ediciones Vigía, ellas y ellos nos enseñaron la
ciudad, sus fiestas, nos arroparon con un cariño veloz.