Diez minutos, veinticinco minutos,
cuarenta, una hora y mis maletas no aparecían. Yo veía cajas y cajas envueltas
en plástico verde, bolsones, carriolas, utilería médica, televisores. La escena
se volvía caótica conforme la multitud aumentaba por los vuelos que continuaban
llegando de diferentes partes del mundo. El barullo, en una mezcla de idiomas,
se escuchaba cada vez más fuerte. Los extranjeros exaltados, pero los que
volvían a casa emocionados, platicando casi a gritos mientras buscaban su
equipaje. Y pensé: maletas o no maletas, ¡ya estoy en Cuba! No pasó mucho
tiempo cuando al fin, aparecieron las dos piezas de equipaje. No conocía a
Javier, solo sabía que tenía que buscar a un hombre joven que vestía un
pullover verde con letras amarillas. Debí suponer que diría Brasil, pues estábamos
al principio de la temporada de la copa mundial de futbol. Asimismo, él, solo sabía que había que
localizar a una mexicana vistiendo un pullover rojo (pullover es como les
llaman a las camisetas en Cuba, palabra adoptada del francés). Por fortuna, que
siempre me sigue, fue a él a quien vi primero, justo cuando salía escabulléndome
entre maletones, cajas, adultos, niños y uno que otro animal. Ambos nos
reconocimos al instante. Mientras él iba por su auto (un Lada 1978), yo
observaba emocionada el movimiento en el aeropuerto, asimilando el cambio de
tiempo y espacio. Mientras, la brisa caliente me daba la bienvenida. En nuestro
camino hacia La Habana vieja, Javier me preguntaba que sabía yo de Cuba y cuál
era el motivo de mi viaje. Siempre he
tenido admiración por Cuba y su gente, pues conozco la historia y las
adversidades que han tenido que superar. Tengo amistades cubanas en Estados
Unidos, mismas por quien llegué a Javier; disfruto mucho su forma de ser, la
felicidad con la que platican de la isla, su sencillez, ese acento bello que
puedo escuchar por horas y horas. A Javier le dio mucho gusto saber que mi
visita se debía a un viaje de estudios y comenzó a compartir conmigo su opinión
acerca de la situación en su país. Javier tiene la libertad y posibilidad de
viajar al extranjero y se da cuenta de cómo sus amigos exiliados han cambiado y
viven anhelando poder gozar de su tierra, así que él prefiere vivir en ella y
eso lo mantiene feliz. Antes de dejarme en el hostal, me llevo a dar un
recorrido por la ciudad. Así comencé a enamorarme de toda esa belleza. Ya por
mi cuenta, en cuanto dejé mis maletas, me dispuse a caminar y absorber un poco
más la cultura que me abrasaría por las siguientes dos semanas. Después de una
nieve de coco en su cáscara y una larga y tendida platica con Don Simón (un viejito cubano que se dedica a alimentar a las
decenas de gatos que ahora viven en el Parque de Paseo Obispo), ya me sentía en
casa. Tuve tiempo de curiosear en algunas tiendas y conocer cómo se efectúa la
comercialización de los productos que llegan a la isla, lo cual fue muy
interesante. Llegada la noche, la profesora había hecho planes de llevarnos a
cenar y a escuchar un poco de música, así que nos dirigimos a un restaurante
popular ubicado a unos cuantos kilómetros del hostal. Que tesoro tan valioso
tiene Cuba tan solo con sus músicos, y para mi sorpresa, el jazz es rey. De
regreso al hostal fue fascinante ser parte del folklor en el malecón: parejas
de enamorados, gente bailando, uno que otro solitario disfrutando de la brisa
que refresca las noches en la bella Habana. Al día siguiente, dimos un recorrido a pie por
diferentes zonas de la ciudad, comenzando por el Capitolio, proyecto que se
comenzó en 1926 bajo la presidencia de Gerardo Machado y que después de la
revolución de 1959, cumple con la función de Ministerio de Ciencia y Tecnología
de Cuba. De ahí pasamos al área de Jesús María, uno de los barrios más
populares de la farándula, de donde salen las imágenes que vemos en videos,
películas y publicaciones de ese tipo; mismo barrio donde reside nuestra entusiasta
y bella guía,
Beatriz Montaña, quien me comentaba, mientras
caminábamos por esas calles coloniales, que el gobierno es quien decide cuales
son los edificios a remodelarse, los colores y materiales que se usarán para la
remodelación, el cómo y el cuándo, razón por la cual aquellos que no entran en
esa selección, se ven forzados a hacer uso de sus escasos ingresos para comprar
materiales en el mercado negro y llevar a cabo reparaciones básicas en sus
viviendas. Mientras pasábamos al lado de la Estación Central de Ferrocarriles,
observamos una pelea a gritos entre un grupo de personas que, al parecer,
habían estado esperando por la guagua
hacía ya varias horas, pero, desafortunadamente, no tenía capacidad para llevarlos
a todos (guagua se le llama al
transporte colectivo). Esta debió haber sido un Skoda Octavia de los años 70’s,
conservada en perfectas condiciones, al igual que la mayoría de los automóviles
que transitan por las calles de la antigua ciudad. Los automóviles antiguos,
aunado a la arquitectura doméstica y urbanística de la ciudad que consiste en
una mezcla de estilo barroco español y neoclásico, con balcones de hierro
forjado y cantera, me producían una sensación de retroceso en el tiempo. La cuestión de los autos en Cuba es
interesante ya que antes de 1959, cuando Fidel Castro eliminó por completo el mercado
automotriz del país, rodaban en Cuba casi un millón de automóviles de los
cuales han sobrevivido solo miles, tal vez cientos. Justo a la vuelta de la
estación de ferrocarriles, se encuentra la casa, ahora museo, donde nació y
creció el héroe de los cubanos, José Martí, creador del Partido Revolucionario
de Cuba y organizador de la Guerra de 1895, la última guerra de independencia en
contra del dominio español. Además de político, Martí fue periodista, escritor,
filósofo y poeta, por lo que es una figura importante en la literatura latinoamericana.
Una de sus frases que recuerdo muy bien, pues la leía todos los días ya que estaba
impresa cerca del hostal, fue: “De pensamiento es la guerra mayor que se nos
hace, ganémosla a pensamiento.” Gran consejo para mis batallas, Señor Martí. Continuamos
el tour por un par de horas, pasando por la Iglesia de San Francisco de Paula,
La Catedral de la Virgen María, La Plaza Vieja y un sinfín de callejones
adornados con murales coloridos, desde arte naturaleza, hasta los de estilo
grafitero, que le dan un contraste moderno al misterio que guardan los restos
dispersos de aquella muralla que protegió las riquezas de la corona durante
ciento veintitrés años, desde 1698, año en que fue terminada su construcción. Me
hubiera gustado poder pasar más tiempo en la capital de la Republica, pero
nuestro trabajo de traducción estaba programado para llevarse a cabo en
Matanzas, capital de la provincia de San Carlos y San Severino de Matanzas,
ubicada a 105 kilómetros (65 millas) al este de La Habana. Así que, el lunes
por la mañana, viajamos en esa dirección. Por alguna razón desconocida, este
año, la Universidad no entregó a Shasta, la mascota de peluche que suele
acompañar, cada verano, a los grupos de estudios en el extranjero. Por suerte,
Ariel, nuestro chofer de largas distancias, traía colgando en su autobús un
peluche algo parecido a un puma (mascota representativa de la Universidad de Houston),
solo que este era un león, mismo que Ariel nos prestó por el resto del viaje
para incluirlo en nuestras aventuras, y al cual bautizamos como “El Shasta
Cubano”.
La llegada a Matanzas no fue nada
espectacular. La magia, en sí, comenzó solo minutos más tarde, justo a nuestra
llegada a Ediciones Vigía, y siguió manifestándose durante los calurosos días y
las emocionantes noches que daban la vuelta al calendario a cuenta gotas,
mientras yo aprendía y asimilaba, reflexionando, los cambios que ocurrían dentro
de un profundo viaje que simultáneamente transcurría en el interior de mí,
hasta entonces, dormido ser. Ahí nos esperaban tres de los doce escritores y
cuatro de nuestros guías,
con
quienes más adelante compartiríamos experiencias divertidas, posibles gracias
al intercambio cultural. Pronto se convertirían en amigos, a quienes día con
día se unían más verdaderos personajes, de quienes aprenderíamos tanto, como
ellos de nosotros, por medio de experiencias que solo la autenticidad del ser
genuino, viviendo su momento y propio espacio, pueden transmitir de un ser a
otro.
Mis mañanas comenzaban tempanito, unas veces
disfrutando del amanecer en la azotea de la casona colonial en la que me
hospedaba, mejor conocida como el Hostal Alma, mientras leía capítulos de “El
Síndrome De Ulises”, un libro realmente fascinante que me obsequio mí, ahora
buen amigo, Brian Pablo Lleonart, joven escritor y periodista, con quien tuve
la oportunidad de convivir y trabajar cuatro intensas horas diarias que
dedicábamos a la traducción de cuentos breves durante la primera semana de clases
en Ediciones Matanzas, la editorial más antigua de la provincia. Otras veces
solo tenía justo el tiempo de llegar a desayunar lo que la simpática Dayné
preparaba para nosotros con tanto esmero: fruta fresca de temporada, acompañada
de jugo de mango, papaya, piña o guayaba, seguido por huevos al gusto, panecito
tostado con mermelada de fresa y de postre matutino, una galleta azucarada. Por
supuesto no podía faltar el dulce cafecito cubano, unas veces negro y otras
cortadito, como le llaman al café con leche. Era inevitable pensar: qué vida la
que se vive en los hostales de esta ciudad; muy diferente a la realidad a la que
despiertan tantos de nuestros vecinos. A veces solo un café era suficiente para
meditar al respecto, mientras observaba las parvadas de pájaros que regresaban
de sus nidos hacia la Plaza de la Libertad.
No había minuto del día que se prestara a la
aburrición. Gracias a la detallada planeación del programa que la Doctora Mabel
Cuesta y la simpatiquísima Naysi Romero prepararon para nosotros, no
transcurría un día sin disfrutar de una experiencia enriquecedora. Después de
clase salíamos a conocer los tesoros que hacen de Matanzas una ciudad única en
el mundo. Entre estos se encuentran la Botica Francesa de los Triolet, mejor
conocida como Museo Farmacéutico, que data desde 1882. En esta se encuentran
auténticos contenedores con remedios originales, vitroleros llenos de medicamentos
formulados por el Dr. Ernesto Triolet, documentados para la historia en un
libro antiguo que contiene alrededor de ciento cincuenta formulas, así como
decenas de botellas con elixires traídos de todo el mundo, que permanecen
intactos desde el último día que estuvo en funcionamiento, antes de ser
expropiada en 1964; El Cerro y La Ermita de Monserrate con una espectacular
vista panorámica hacia el Valle de Yumurí, lugar que se dice, llenaba de
inspiración al mismo Federico García Lorca; el Museo de la Ruta del Esclavo,
instalado en el Castillo de San Severino, la construcción más antigua del
estado que cuenta con salas de exposiciones en las que se muestran piezas
arqueológicas pertenecientes a un largo periodo de tráfico de esclavos, lo
llamo tráfico porque independientemente de los convenios legales que existían
en aquel entonces, a la comercialización de almas no se le puede llamar de otra
manera. Dentro del museo se encuentra también una sala dedicada a los Orishas,
deidades africanas a quienes se les siguen rindiendo honores y ceremonias hasta
la fecha.
La penúltima noche que pasamos en esta ciudad
mística, asistimos a una ceremonia Yoruba. Sin sospecharlo, esta sería la noche
en la que mi propio curso daría un giro inesperado. No iba con ninguna
expectativa, para ese entonces, comenzaba a extrañar a los míos y a pensar en
mi regreso a casa. Creo que se debía a nostalgia causada por sucesos no
relacionados a esta historia, acontecidos días atrás. Después de todo y a pesar
de lo bien que la estaba pasando, el equipaje sentimental que había atrapado en
mis maletas comenzaba a escaparse sigilosamente. No sé con precisión que fue lo
que sucedió ahí, desde mi entrada en el templo me reencontré con la harmonía y
el equilibrio que hacía unos años había dejado escapar. Bailando al ritmo de
los batás sagrados, con cada melodía y cada canto, crecía la paz interna que
termino por romper todas mis dudas. Salí de ahí siendo uno con el uno, siendo
todo. Quería estar a solas, así que caminé rápido hasta llegar a mi habitación
y comencé a escribir hasta que me acogió un apacible sueño. A la mañana
siguiente desperté rebosante de energía, me sentía diferente. Recuerdo que iba
cantando camino a Plaza de La Vigía. Para ese entonces, habíamos estado
trabajando ya por varios días desde las instalaciones de Ediciones Vigía,
traduciendo ahora cuentos escritos por el dramaturgo Ulises Rodríguez Febles, con
quién fue muy agradable convivir y establecer una amistad que ha dado pie a una
colaboración a distancia que estamos por comenzar en los próximos días.
Por el momento es todo lo que tengo que
contar. Sigo trabajando en esta crónica que al parecer tiene aspecto de novela.
Lo que sí puedo compartir contigo, es que la inspiración por escribir no ha
disminuido. Sigo escribiendo a cualquier hora del día o de la noche, cuando
llega algo especial.
No comments:
Post a Comment