Monday, August 13, 2018

Cuba: sinónimo de libertad



Diez minutos, veinticinco minutos, cuarenta, una hora y mis maletas no aparecían. Yo veía cajas y cajas envueltas en plástico verde, bolsones, carriolas, utilería médica, televisores. La escena se volvía caótica conforme la multitud aumentaba por los vuelos que continuaban llegando de diferentes partes del mundo. El barullo, en una mezcla de idiomas, se escuchaba cada vez más fuerte. Los extranjeros exaltados, pero los que volvían a casa emocionados, platicando casi a gritos mientras buscaban su equipaje. Y pensé: maletas o no maletas, ¡ya estoy en Cuba! No pasó mucho tiempo cuando al fin, aparecieron las dos piezas de equipaje. No conocía a Javier, solo sabía que tenía que buscar a un hombre joven que vestía un pullover verde con letras amarillas. Debí suponer que diría Brasil, pues estábamos al principio de la temporada de la copa mundial de futbol.  Asimismo, él, solo sabía que había que localizar a una mexicana vistiendo un pullover rojo (pullover es como les llaman a las camisetas en Cuba, palabra adoptada del francés). Por fortuna, que siempre me sigue, fue a él a quien vi primero, justo cuando salía escabulléndome entre maletones, cajas, adultos, niños y uno que otro animal. Ambos nos reconocimos al instante. Mientras él iba por su auto (un Lada 1978), yo observaba emocionada el movimiento en el aeropuerto, asimilando el cambio de tiempo y espacio. Mientras, la brisa caliente me daba la bienvenida. En nuestro camino hacia La Habana vieja, Javier me preguntaba que sabía yo de Cuba y cuál era el motivo de mi viaje.  Siempre he tenido admiración por Cuba y su gente, pues conozco la historia y las adversidades que han tenido que superar. Tengo amistades cubanas en Estados Unidos, mismas por quien llegué a Javier; disfruto mucho su forma de ser, la felicidad con la que platican de la isla, su sencillez, ese acento bello que puedo escuchar por horas y horas. A Javier le dio mucho gusto saber que mi visita se debía a un viaje de estudios y comenzó a compartir conmigo su opinión acerca de la situación en su país. Javier tiene la libertad y posibilidad de viajar al extranjero y se da cuenta de cómo sus amigos exiliados han cambiado y viven anhelando poder gozar de su tierra, así que él prefiere vivir en ella y eso lo mantiene feliz. Antes de dejarme en el hostal, me llevo a dar un recorrido por la ciudad. Así comencé a enamorarme de toda esa belleza. Ya por mi cuenta, en cuanto dejé mis maletas, me dispuse a caminar y absorber un poco más la cultura que me abrasaría por las siguientes dos semanas. Después de una nieve de coco en su cáscara y una larga y tendida platica con Don Simón (un viejito cubano que se dedica a alimentar a las decenas de gatos que ahora viven en el Parque de Paseo Obispo), ya me sentía en casa. Tuve tiempo de curiosear en algunas tiendas y conocer cómo se efectúa la comercialización de los productos que llegan a la isla, lo cual fue muy interesante. Llegada la noche, la profesora había hecho planes de llevarnos a cenar y a escuchar un poco de música, así que nos dirigimos a un restaurante popular ubicado a unos cuantos kilómetros del hostal. Que tesoro tan valioso tiene Cuba tan solo con sus músicos, y para mi sorpresa, el jazz es rey. De regreso al hostal fue fascinante ser parte del folklor en el malecón: parejas de enamorados, gente bailando, uno que otro solitario disfrutando de la brisa que refresca las noches en la bella Habana.  Al día siguiente, dimos un recorrido a pie por diferentes zonas de la ciudad, comenzando por el Capitolio, proyecto que se comenzó en 1926 bajo la presidencia de Gerardo Machado y que después de la revolución de 1959, cumple con la función de Ministerio de Ciencia y Tecnología de Cuba. De ahí pasamos al área de Jesús María, uno de los barrios más populares de la farándula, de donde salen las imágenes que vemos en videos, películas y publicaciones de ese tipo; mismo barrio donde reside nuestra entusiasta y bella guía,



Beatriz Montaña, quien me comentaba, mientras caminábamos por esas calles coloniales, que el gobierno es quien decide cuales son los edificios a remodelarse, los colores y materiales que se usarán para la remodelación, el cómo y el cuándo, razón por la cual aquellos que no entran en esa selección, se ven forzados a hacer uso de sus escasos ingresos para comprar materiales en el mercado negro y llevar a cabo reparaciones básicas en sus viviendas. Mientras pasábamos al lado de la Estación Central de Ferrocarriles, observamos una pelea a gritos entre un grupo de personas que, al parecer, habían estado esperando por la guagua hacía ya varias horas, pero, desafortunadamente, no tenía capacidad para llevarlos a todos (guagua se le llama al transporte colectivo). Esta debió haber sido un Skoda Octavia de los años 70’s, conservada en perfectas condiciones, al igual que la mayoría de los automóviles que transitan por las calles de la antigua ciudad. Los automóviles antiguos, aunado a la arquitectura doméstica y urbanística de la ciudad que consiste en una mezcla de estilo barroco español y neoclásico, con balcones de hierro forjado y cantera, me producían una sensación de retroceso en el tiempo.  La cuestión de los autos en Cuba es interesante ya que antes de 1959, cuando Fidel Castro eliminó por completo el mercado automotriz del país, rodaban en Cuba casi un millón de automóviles de los cuales han sobrevivido solo miles, tal vez cientos. Justo a la vuelta de la estación de ferrocarriles, se encuentra la casa, ahora museo, donde nació y creció el héroe de los cubanos, José Martí, creador del Partido Revolucionario de Cuba y organizador de la Guerra de 1895, la última guerra de independencia en contra del dominio español. Además de político, Martí fue periodista, escritor, filósofo y poeta, por lo que es una figura importante en la literatura latinoamericana. Una de sus frases que recuerdo muy bien, pues la leía todos los días ya que estaba impresa cerca del hostal, fue: “De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace, ganémosla a pensamiento.” Gran consejo para mis batallas, Señor Martí. Continuamos el tour por un par de horas, pasando por la Iglesia de San Francisco de Paula, La Catedral de la Virgen María, La Plaza Vieja y un sinfín de callejones adornados con murales coloridos, desde arte naturaleza, hasta los de estilo grafitero, que le dan un contraste moderno al misterio que guardan los restos dispersos de aquella muralla que protegió las riquezas de la corona durante ciento veintitrés años, desde 1698, año en que fue terminada su construcción. Me hubiera gustado poder pasar más tiempo en la capital de la Republica, pero nuestro trabajo de traducción estaba programado para llevarse a cabo en Matanzas, capital de la provincia de San Carlos y San Severino de Matanzas, ubicada a 105 kilómetros (65 millas) al este de La Habana. Así que, el lunes por la mañana, viajamos en esa dirección. Por alguna razón desconocida, este año, la Universidad no entregó a Shasta, la mascota de peluche que suele acompañar, cada verano, a los grupos de estudios en el extranjero. Por suerte, Ariel, nuestro chofer de largas distancias, traía colgando en su autobús un peluche algo parecido a un puma (mascota representativa de la Universidad de Houston), solo que este era un león, mismo que Ariel nos prestó por el resto del viaje para incluirlo en nuestras aventuras, y al cual bautizamos como “El Shasta Cubano”.
La llegada a Matanzas no fue nada espectacular. La magia, en sí, comenzó solo minutos más tarde, justo a nuestra llegada a Ediciones Vigía, y siguió manifestándose durante los calurosos días y las emocionantes noches que daban la vuelta al calendario a cuenta gotas, mientras yo aprendía y asimilaba, reflexionando, los cambios que ocurrían dentro de un profundo viaje que simultáneamente transcurría en el interior de mí, hasta entonces, dormido ser. Ahí nos esperaban tres de los doce escritores y cuatro de nuestros guías,



 con quienes más adelante compartiríamos experiencias divertidas, posibles gracias al intercambio cultural. Pronto se convertirían en amigos, a quienes día con día se unían más verdaderos personajes, de quienes aprenderíamos tanto, como ellos de nosotros, por medio de experiencias que solo la autenticidad del ser genuino, viviendo su momento y propio espacio, pueden transmitir de un ser a otro. 

Mis mañanas comenzaban tempanito, unas veces disfrutando del amanecer en la azotea de la casona colonial en la que me hospedaba, mejor conocida como el Hostal Alma, mientras leía capítulos de “El Síndrome De Ulises”, un libro realmente fascinante que me obsequio mí, ahora buen amigo, Brian Pablo Lleonart, joven escritor y periodista, con quien tuve la oportunidad de convivir y trabajar cuatro intensas horas diarias que dedicábamos a la traducción de cuentos breves durante la primera semana de clases en Ediciones Matanzas, la editorial más antigua de la provincia. Otras veces solo tenía justo el tiempo de llegar a desayunar lo que la simpática Dayné preparaba para nosotros con tanto esmero: fruta fresca de temporada, acompañada de jugo de mango, papaya, piña o guayaba, seguido por huevos al gusto, panecito tostado con mermelada de fresa y de postre matutino, una galleta azucarada. Por supuesto no podía faltar el dulce cafecito cubano, unas veces negro y otras cortadito, como le llaman al café con leche. Era inevitable pensar: qué vida la que se vive en los hostales de esta ciudad; muy diferente a la realidad a la que despiertan tantos de nuestros vecinos. A veces solo un café era suficiente para meditar al respecto, mientras observaba las parvadas de pájaros que regresaban de sus nidos hacia la Plaza de la Libertad.
No había minuto del día que se prestara a la aburrición. Gracias a la detallada planeación del programa que la Doctora Mabel Cuesta y la simpatiquísima Naysi Romero prepararon para nosotros, no transcurría un día sin disfrutar de una experiencia enriquecedora. Después de clase salíamos a conocer los tesoros que hacen de Matanzas una ciudad única en el mundo. Entre estos se encuentran la Botica Francesa de los Triolet, mejor conocida como Museo Farmacéutico, que data desde 1882. En esta se encuentran auténticos contenedores con remedios originales, vitroleros llenos de medicamentos formulados por el Dr. Ernesto Triolet, documentados para la historia en un libro antiguo que contiene alrededor de ciento cincuenta formulas, así como decenas de botellas con elixires traídos de todo el mundo, que permanecen intactos desde el último día que estuvo en funcionamiento, antes de ser expropiada en 1964; El Cerro y La Ermita de Monserrate con una espectacular vista panorámica hacia el Valle de Yumurí, lugar que se dice, llenaba de inspiración al mismo Federico García Lorca; el Museo de la Ruta del Esclavo, instalado en el Castillo de San Severino, la construcción más antigua del estado que cuenta con salas de exposiciones en las que se muestran piezas arqueológicas pertenecientes a un largo periodo de tráfico de esclavos, lo llamo tráfico porque independientemente de los convenios legales que existían en aquel entonces, a la comercialización de almas no se le puede llamar de otra manera. Dentro del museo se encuentra también una sala dedicada a los Orishas, deidades africanas a quienes se les siguen rindiendo honores y ceremonias hasta la fecha.



La penúltima noche que pasamos en esta ciudad mística, asistimos a una ceremonia Yoruba. Sin sospecharlo, esta sería la noche en la que mi propio curso daría un giro inesperado. No iba con ninguna expectativa, para ese entonces, comenzaba a extrañar a los míos y a pensar en mi regreso a casa. Creo que se debía a nostalgia causada por sucesos no relacionados a esta historia, acontecidos días atrás. Después de todo y a pesar de lo bien que la estaba pasando, el equipaje sentimental que había atrapado en mis maletas comenzaba a escaparse sigilosamente. No sé con precisión que fue lo que sucedió ahí, desde mi entrada en el templo me reencontré con la harmonía y el equilibrio que hacía unos años había dejado escapar. Bailando al ritmo de los batás sagrados, con cada melodía y cada canto, crecía la paz interna que termino por romper todas mis dudas. Salí de ahí siendo uno con el uno, siendo todo. Quería estar a solas, así que caminé rápido hasta llegar a mi habitación y comencé a escribir hasta que me acogió un apacible sueño. A la mañana siguiente desperté rebosante de energía, me sentía diferente. Recuerdo que iba cantando camino a Plaza de La Vigía. Para ese entonces, habíamos estado trabajando ya por varios días desde las instalaciones de Ediciones Vigía, traduciendo ahora cuentos escritos por el dramaturgo Ulises Rodríguez Febles, con quién fue muy agradable convivir y establecer una amistad que ha dado pie a una colaboración a distancia que estamos por comenzar en los próximos días.  


Por el momento es todo lo que tengo que contar. Sigo trabajando en esta crónica que al parecer tiene aspecto de novela. Lo que sí puedo compartir contigo, es que la inspiración por escribir no ha disminuido. Sigo escribiendo a cualquier hora del día o de la noche, cuando llega algo especial.

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